Nota Publicada originalmente en Septiembre de 2013
La esperanza habitualmente conceptualizada como una intuición optimista o también una expectativa confiada es no sólo saludable y aconsejable sino definitivamente necesaria.
Quiero destacar tanto a nivel individual como colectivo que debemos diferenciarla claramente de la tan promocionada ilusión o bien de una ingenuidad pueril. La esperanza conjuga aquel entusiasmo que privilegia la fuerza del deseo y la inspiración con la exigencia de la razón que a su vez incluye capacidad y trabajo. Es decir, para que un anhelo se convierta en una realización deberán aliarse lo dionisíaco con lo apolíneo, el pensamiento lateral con la coherencia del pensamiento aristotélico. Porque no hay que llamarse a engaño, para transformar el ¨yo deseo ¨ en el ¨yo quiero ¨ debe jugar un rol indispensable la voluntad, función que curiosamente no recibe la atención que merece.
Esperar significa apostar al futuro o mejor aún al porvenir donde nuestro quehacer es clave. Pero el mañana no puede ser construido por individuos aislados, encerrados en compartimentos impermeables, que no logran formar una estructura comunitaria que los integre.
El efecto potenciador de esa relación de reciprocidad entre esperanza y conjunto solidario es innegable, porque una sociedad que tiene un proyecto (etimológicamente pro: hacia adelante y iaceo: lanzar) es sanamente optimista dado que logra confiar en la fuerza creativa de la trama social que les brinda pertenencia, sin por eso desconocer la cuota de imprevisibilidad que tiene la vida. Expresado en una fórmula más breve pero no menos contundente: el reconocimiento del otro como nuestro semejante, en el respeto de derechos y obligaciones otorga al grupo una estabilidad y una contención que hace posible tomar riesgos. Término este último que no debe ser confundido con peligro, que se da en aquellos lugares donde la norma y la ley son precarias, haciendo del desamparo y la soledad una constante angustiosa.
La pregunta indagadora, el cuestionamiento innovador que genera nuevos sentidos y argumentos requieren de un coraje que se nutre en la esperanza. Sin ella no hay horizonte ni alternativa, sólo una adaptación sumisa o la atrapante repetición emparentada a la inercia.
Dije al comienzo de estas líneas que era preciso diferenciarla de la ilusión dado que ésta última es patrimonio del pensamiento mágico y por lo tanto conduce en mayor o menor tiempo a una frustración inevitable. Lo ilusorio está ligado a la omnipotencia de los deseos, la construcción de ídolos y a una autoestima reactivamente engrandecida.
Los argentinos padecemos habitualmente como síntoma esta fantasía de considerarnos dotados naturales, dueños de una capacidad y talento que hace innecesario el trabajo que otros hacen. Esto ha llevado desafortunadamente a muchos a confundir el esfuerzo con el sacrificio, la paciencia con la demora y la capacitación como una sofisticación prescindible. No nos debe extrañar entonces que estemos siempre tentados de encontrar ídolos a los que podamos convertir en representantes de estas aspiraciones.
Pero finalmente la realidad se impone, los ídolos se caen y la caída en la decepción se presenta tan irremediable como dolorosamente.
La solución no es cambiar un mago por otro sino transitar la realidad con instrumentos genuinos, permeables al ensayo y al aprendizaje y con una audacia, valga la paradoja, prudente.
Por Dr. José Eduardo Abadi
Médico psiquiatra – Psicoanalista – Escritor