La primera familia de refugiados que vino de Siria a instalarse y vivir en el barrio vecino de Las Tunas en 2016, dejó atrás familiares, bienes, recuerdos y cualquier entorno conocido y llegó a Buenos Aires con lo puesto en busca de un hálito de esperanza que en su lugar ya no podía encontrar. Detrás de todo el movimiento de que se traslade una familia entera en situación de emergencia hay voluntarios que se preocupan, desarrollan ideas y llevan a cabo estrategias para que la dinámica fluya y los refugiados enfrenten la menor cantidad posible de obstáculos en su adaptación.
Las monjas del Colegio Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús han tomado a su cargo el trabajo de establecer contactos, recolectar donaciones, encontrarles casa, trabajo y vacantes para el colegio para proveer el bienestar de los refugiados. Después de todo, ellos llegan a rearmar sus vidas luego de haberlas tenido que desmantelar en su lugar de origen. En asistencia a las monjas, hay voluntarios que se acercan a ofrecer ayuda desde su lugar y posibilidades. Este es el caso de Fernanda Roig, vecina de Pacheco que, desde el año pasado, se involucró con las familias de refugiados que llegaban.
Desde llevar al hijo más chico al dentista hasta sentarse a hablar con ellos y que le cuenten cómo se van adaptando o a qué dificultades se enfrentan, el trabajo de los voluntarios es estar para cualquier cosa que necesiten e intentar ser la contención que el desarraigo y la urgencia los obligaron a dejar atrás.
El trabajo voluntario de Fernanda no es específico, sino que se trata más bien de estar para ellos como lo hace alguien con su familia. «Limpié la casa donde las familias se iban a acomodar antes de que lleguen, los acompañé al hospital en casos de emergencia, llevé a pasear y a tomar el té a las mujeres a mi casa, fui con una familia a la misa de Pascua en Purísima, llevé un electricista en una urgencia. Mi rol va evolucionando en función de lo que las familias necesitan y las monjas me piden. Si puedo ayudarlos, lo hago”, detalla.
Su colaboración también contempla sus inquietudes a nivel emocional: “Lama, la mamá de los pequeños, está preocupada por la más chiquita, de cuatro años, y le gestioné que una amiga psicopedagoga la vea en mi casa ad honorem”. Además los visita una o dos veces a la semana para conversar y ver cómo va todo. “Trato de estar más como una amiga que les podrá dar una mano o gestionar quién los pueda ayudar. Me comunico más con los tres adultos que hablan algo de inglés, pero soy cercana a todos”, cuenta.
El idioma constituye un aspecto esencial en su adecuación y, como se hacía difícil que vayan a un lugar a estudiar, Fernanda, que tiene un instituto de idiomas, organizó cursos de español ad honorem en su casa: “Mi objetivo a corto plazo es que hablen español lo suficiente como para poder comunicarse. Esta herramienta es fundamental para su adaptación. Y, a mediano plazo, pienso que los adolescentes deberían estudiar, y los adultos conseguir trabajo. Esto será posible una vez que manejen el idioma.”
Tanto tiempo dedicado a personas que no conocía pero a los que, de una manera, se acercó como si fuera de su familia se funda en el hecho que “mi motivación personal es simplemente ayudar a que estén bien. Tengo muy presentes las enseñanzas de mi familia y los valores que mi inculcaron. Estas familias dejaron todo atrás: sus casas, pertenencias, padres, hermanos, sobrinos… me hace pensar en tantas otras familias que llegaron a la Argentina en otras épocas. Ayudarlos se siente un poco como ayudar a nuestros antepasados italianos, judios, españoles, polacos. Reconforta el corazón.»
Por Agustina Schiffelbein