Francisco Galeazzi (22) es vecino de San Isidro, estudia arquitectura en la Universidad de Belgrano y no concibe su vida si no es tendiéndole una mano a quien más lo necesita. Se vinculó durante su infancia con actividades solidarias en la Fundación Nordelta porque así lo proponía su familia. Sin embargo continuar involucrándose con ellas hasta el día de hoy, tiene que ver con una decisión exclusivamente personal y a conciencia. Su historia es una más entre las de tantos jóvenes de la zona, que luego de haber vivido experiencias en proyectos solidarios locales, eligen por motus propio el camino de ayudar al otro. La indiferencia ante otro tipo de realidades ya no les resulta una opción válida.
Su madre, Marité Costantini (flamante presidente de la Fundación Nordelta), fue quien le inculcó a temprana edad estos valores que ahora Francisco madura e incorpora a su manera. “Desde que éramos muy chicos íbamos al barrio Las Tunas donde hacíamos distintas tareas, como las cajas de la Navidad Compartida… tal vez en ese momento me vinculaba con lo que ocurría de una forma más ingenua. Lo que me queda de esa etapa es haber conocido una felicidad simple, otro tipo de felicidad, conectada a cosas distintas. Y que mi mamá me haya iniciado en esto me dio la posibilidad de adquirir hoy otra mirada sobre la realidad. A través de mis padres tuve un puente directo a estas actividades que se volvieron una parte esencial en mi vida”, expresa.
Cuando terminó el colegio cayó en la cuenta de que continuar con la misión no solamente le resultaba necesario, sino que le generaba mucha gratificación. “Si yo recibí tanto, ¿por qué no devolver todo esto? No me puedo salvar solo”, confiesa. “Fui conociendo distintos lugares, al modo prueba y error, para decidir qué tipo de ayuda quería brindar. Y la verdad, a mí me sigue costando ver lo que más me gusta. Con los niños siempre me dio placer trabajar porque el encuentro es muy simple. Con el adulto es más difícil. Pero siempre estoy en la búsqueda. Hace varios años voy a misionar con Santa María de la Estrella. Es muy sorprendente cuando los chicos transmiten en sus casas la experiencia vivida con nosotros y a través de lo que cuentan, generan que después el adulto nos reciba de una manera más cálida y sin prejuicios.”
Proyecto MINKAI
Hace dos meses Francisco se vinculó con Minkai, una Asociación Civil formada por jóvenes profesionales y estudiantes universitarios que creen que la educación integral es el principal motor de cambio para lograr igualdad de oportunidades e integración social. La organización se forma en el año 2008 por un grupo de ex alumnos del colegio San Andrés. El proyecto surge a partir de la iniciativa de estos egresados que habían realizado viajes a Palomino, en Tucumán, en el marco de un segmento extracurricular. Hoy en día Minkai enfoca su tarea en la educación, mediante la capacitación docente y proyectos para otorgar becas. La asociación lleva 5 años de actividad ininterrumpida ligada a propuestas educativas que tienden a la inclusión social en la comunidad de Palomino.
“En la búsqueda llegué a este lugar donde trabajaban con la educación en escuelas rurales. Me entusiasmaba hacer un viaje solidario, encarar algo concreto. Me anoté, mandé un mail y viví una primera experiencia donde éramos 25 jóvenes viajando por una causa en común”, explica Francisco y luego comenta que quienes conforman el grupo tienen entre 18 y 25 años mayoritariamente. Son aproximadamente 40 voluntarios en Buenos Aires y 10 en Tucumán. “Todos se enamoran del proyecto por alguna causa, y ahí se ve claramente la vocación de cada uno. Minkai se dedica específicamente a la educación, se hacen dos viajes al año y la duración depende de los objetivos que se establezcan. Estamos con los chicos, jugamos con ellos, los alentamos en sus últimos años de colegio (que a veces son en otra ciudad) y hacemos un seguimiento para ver cómo vienen con los requisitos que deben cumplir para adquirir una beca. La última vez se dictaron talleres de educación sexual, violencia de género, y alcohol y drogas. El intercambio fue muy productivo”. Francisco subraya especialmente el enorme aprendizaje que genera la experiencia: “había chicos de distintas edades, con todos compartimos momentos en la escuela, con sus maestros… son realidades totalmente distintas: algunos de ellos viajan 100 kilómetros para llegar a dar clases. También en esto se observa el sistema educativo de toda la Argentina. No es lo mismo que te lo digan o leerlo, a verlo, a estar ahí. Todo resultaba muy precario, cocinar, bañarse. Al vivir la experiencia de cerca se aprende que muchas cosas que para nosotros son normales, para otros son muy difíciles de adquirir.”
Entre sus recuerdos de los días en Tucumán, atesora la historia de Ale, un adolescente de 12 años: “Estaba atravesando distintos cambios, pasando por una situación difícil en su casa. Charlamos mucho. Yo con él sentí una relación de hermano. Y aparte de hablar, nos acompañamos. Con los más grandes, a la noche hacíamos un fogón y en ese momento de distensión conversábamos sobre distintas cosas, que nos enriquecían a todos de igual manera.”
Encontrarse con uno mismo a través del servicio
A modo de conclusión, Francisco relaciona la cuestión de las distancias para acceder a las escuelas rurales en Tucumán con la problemática a nivel local, donde los niños tienen que cruzar un arroyo de aguas contaminadas para acceder a sus clases: “Realidades distintas, igualmente problemáticas”, asegura. Empieza a plantearse también el vínculo entre lo que estudia (arquitectura) y la solidaridad, posible a través de proyectos de urbanismo, viviendas sociales, siempre enfocándose en la necesidad de generar armonía en los lugares de hacinamiento poblacional. “A mí me impulsa dejar atrás el egoísmo”, señala. “No puedo ser feliz solamente yo. Hay algo que no me cierra en esos estereotipos que plantean ‘yo tengo mi familia y me ocupo de lo mío’. Yo esto lo hago porque a mí me hace bien. De hecho, en este punto resulta egoísta. Reconozco que le dedico tiempo porque a mí me da gratificación y tranquilidad. Pero si todos dedicáramos un momento de la semana para dar una mano, entonces generaríamos un cambio en el otro y en nosotros mismos”, expresa convencido.
“Mi vocación es ayudar al otro, pero creo que en algún lugar todas las personas tienen esta actitud, aunque sea bien adentro. Una vez escuché a Abel Albino contar que había terminado la facultad y estaba por hacer un Master en Europa. Cuando llegó allá y empezó con sus estudios, pensó: ‘me estoy olvidando de todo mi país.’ En ese momento volvió y empezó su camino. Por mi parte, trato de llevarme conmigo a todos los que quieran este tipo de felicidad”. De algún modo, aquella felicidad que percibió de niño en Las Tunas al observar los ojos de sus pares.
Por Sofía Moras
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