Algunos acontecimientos en ciertos momentos y circunstancias merecen al cabo de un tiempo algunas reflexiones que son útiles para sacar de ellos una experiencia y aprendizaje.
En este caso me voy a referir al partido de fútbol que por el final de la Copa América Centenario protagonizaron hace más de un mes la selección de Argentina y Chile.
El equipo argentino perdió. Después de un alargue de 30 minutos que concluyó sin tantos, Chile ganó por penales.
Decepción (exagerada o no), sorpresa (que devino traumática), tristeza y enojo, que sabemos son dos consecuencias típicas de frustraciones que no resulta sencillo digerir.
Es importante subrayar que cuando hay una expectativa sobredimensionada, donde la victoria se suponía segura, genera inmediatamente la búsqueda de culpables. En lo latente de aquellos o aquel que nos prometieron lo que no pudieron cumplir. Los acusan de engaño, entonces. La identificación con los jugadores lleva ante el revés a una herida colectiva en la autoestima y entonces de un modo explicito o tácito surge la desvalorización y la vergüenza. Asimismo, comprobación acerca de que el pensamiento mágico que nos supone campeones inevitables, es equivocado y falso, y que lo saludable es admirar a los talentosos y no fascinarse creando ídolos (recordemos su etimología: falso dios).
El reproche elije su principal chivo expiatorio: Lionel Messi y entonces la fantasía comienza a argumentar afirmaciones absurdas que pretende fundadas. Recordemos algunas de ellas: no tiene fuerza, no le interesa jugar para el país, prefiere a los catalanes, etcétera. Esto no quita que la repetición de las últimas derrotas no merezca la pregunta entorno a una potencial condición sintomática. Eso si, por supuesto, pero no la denigración ni el maltrato.
Vale la pena recordar que los jugadores son seres humanos (por lo tanto no infalibles) y a su vez que en alguna medida interviene el azar. Generar sentimientos de culpa inmerecidos, tengámoslo claro, lastima, aísla y debilita.
Una derrota bien elaborada enseña, afianza los vínculos y fortalece al grupo. Lo contrario, genera fragilidad en los lazos de los integrantes, empobrece y sustituye al optimismo lúcido por un pesimismo sintomático, y cuidado con la profecía auto cumplida.
Esperemos que predomine el afecto, la sensatez y la inteligencia.
Dr. José Eduardo Abadi
Medico-Psiquiatra-Psicoanalista